¿Hay que cambiar de pareja cada cinco años para ser feliz?

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¿Hay que cambiar de pareja cada cinco años para ser feliz?

¿Hay que cambiar de pareja cada cinco años para ser feliz?

Agosto 01, 2014

Sería injusto decir que afirmaciones como las de que, para ser feliz, hay que cambiar de pareja cada cinco años, provienen de la psicología.

 

Sí es verdad que se versan y se popularizan y permiten vender libros a algunos que sostienen tener formación en esta materia y también parece que, de buena parte de esa respetable disciplina y de su deriva, emana la gran mayoría de los nuevos predicadores del “buenrrollismo” adaptativo o dicho de otro modo; que de esa formación parecen provenir la mayoría de los que publican libros de autoayuda y tienen éxito (si a vender libros como churros se le puede llamar éxito), dando consejos que pondría en cuestión una niña de cinco años para alcanzar eso tan poco definido (el objetivo no es analizar el concepto sino vender recetas) de la “felicidad”.

 

La popularidad de fórmulas así (no digo reflexiones pues, para eso, les falta justo eso; reflexión) radica, además de en su simpleza, en que dicen lo que quieren oír todos aquellos a los que les da validez y condición de verdad la satisfacción emocional que les produce oír algo, sin importar gran cosa el que dichas fórmulas no aprueben un mínimo de sentido crítico y de cuestionamiento racional… Y de personas así está cada día más llena nuestra sociedad.

 

Si, durante el Tour de Francia, le dices a un ciclista que se está dejando la vida por subir el Tourmalet (y se lo dices con la presunta autoridad que te da el ser psicólogo o “coach” o maestro de remedios, apaños y soluciones varias), que su sufrimiento desaparecería con tan sólo cambiar la bici por una motocicleta, el ciclista te miraría extrañado y sacaría la consecuente impresión de que el tipo que se permite querer venderle una fórmula para evitar su sufrimiento, además de ser un bobo, no tiene ni pajolera idea de lo que es el ciclismo, ni el Tourmalet ni la gloria ni tan siquiera el sufrimiento. Y tendría, el esforzado ciclista, más razón que un santo.

 

El amor deviene para la magistral fórmula algo de muy sencillo uso con el simple procedimiento de convertirlo en una de esas “cosas” que si se estropean se tiran y se reemplazan

 

El iluminado consejo (propio de alguien que ha alcanzado el cenit de la sabiduría universal y descansa ya en el Nirvana) reza, con la frescura y la arrogancia que suele emanar de la ignorancia, que “para ser feliz hay que cambiar de pareja cada cinco años”. Más o menos el mismo tiempo con el que hay que cambiar de coche, un poco más de lo que hay que aguantar el “Smartphone” y mucho menos de lo que hay que tardar en eso de pagar la hipoteca (nuestro “compromiso existencial” que más se prolonga en el tiempo).

 

Y es que el amor, el compromiso de pareja y las relaciones que establecemos entre humanos, deviene para la magistral fórmula algo de muy sencillo uso con el simple procedimiento de convertirlo en una de esas “cosas” que tienen que funcionar con sólo darle al botón, que si se estropean se tiran y se reemplazan, que están ahí con el único objetivo de hacernos felices y para desplegar con la satisfacción de un niño que infla un globo nuestra propia, innegociable y omnipresente “realización personal “ (que es como llaman ahora a la resultante de hacerle caso a un libro de autoayuda).

 

Y lo mismo que a la pareja, lo podríamos aplicar a nuestra madre (“para ser felices, hay que abandonar a su madre cuando cumple los ochenta años”… pues ya deviene algo farragoso y que requiere en exceso nuestra atención), a las amistades (“para ser feliz tienes que abandonar a tu amiga cuando tiene algún problema”, no vaya a ser que te salpique con sus problemas) o a nuestros compañeros caninos (“para ser feliz, hay que cambiar de perro cuando empiece a ladrar y deje de ser un cachorrito”).

 

El amor, al principio, no nos procura más felicidad sino más euforia

 

Claro que el amor y la pareja son, por lo general, más fáciles al principio de una relación que cuando se instala en nosotros la convivencia rutinaria, el sacrificio mutuo por desarrollar un proyecto común y el desarrollo consensuado de pactos que implica eso de amar, y son más sencillos al principio no porque procuren más felicidad sino porque nos procuran más euforia (del mismo modo que euforiza más un “red bull” que leerse “Las troyanas”), y exigen menos esfuerzo (como lo hace el subir un monte en moto que en bici), pero qué le vamos a hacer si los humanos, por lo general, cuando adquirimos la condición de adultos y dejamos atrás la infantil necesidad de autosatisfacción pulsional, ambigua y perpetua, encontramos sentido en esos esfuerzos, compromisos y sacrificios que nos reafirman en nuestra propia humanidad.

 

Y claro que el hecho de emparejarse no esninguna obligación de carácter ontológico y ético (aunque sí lo es ontológica el hecho de tener que estar en relación con los demás y ética el no entenderlos como meros útiles para mi propia satisfacción), del mismo modo que es evidente que hay parejas de las que hay que desprenderse a los cinco, a los tres o a los treinta años (algunas, incluso, antes de formalizarlas).

 

Son cuestiones tan obvias como el que el agua se calienta cuando la sometes a una fuente de calor como tan de botarates es decir que hay que retirarla del fuego cuando empieza a hervir, no vaya a ser que te salpique, sin saber que lo que se está preparando es un huevo poché o una paella valenciana y sin tener, además, la más mínima idea de lo que es cocinar o nutrirse.

 

Lo inquietante es darles voz y predicamento a “sabios” de semejantes hechuras

 

Y es que lo verdaderamente interesante de conclusiones como que “para ser feliz hay que cambiar de pareja cada cinco años” no es en absoluto lo que pretenden explicar sobre el tema que presuntamente abordan, sino lo que de inquietante nos cuentan sobre nosotros y sobre nuestro mundo al darles voz y predicamento a “sabios” de semejantes hechuras (y es que el “cuarto de hora de fama” reservado para todos, que anunciaba Warhol, es ya demasiado para según quién…).

 

Por Valérie Tasso