Si me masturbo con frecuencia, ¿perderé deseo por mi pareja?

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Si me masturbo con frecuencia, ¿perderé deseo por mi pareja?

Si me masturbo con frecuencia, ¿perderé deseo por mi pareja?

Agosto 01, 2020

Es recurrente en esta concepción economicista del mundo que se nos ha impuesto que las cosas se someten a una especie de balance contable entre ingresos y gastos en el que siempre lo primero debe superar a lo segundo. Esta concepción del mundo como una especie de “economía doméstica”, si gano tanto debo gastar algo menos para que la cosa funcione, puede ser un cálculo funcional y operativo para el dominio de la “domus”, pero pierde sentido cuando se pretende convertir en una especie de ley universal y natural para todos nuestros órdenes de la existencia.

 

De hecho, el estar siempre aplicando el cálculo y maximizando el beneficio en nuestra existencia y en nuestra existencia compartida con otros seres humanos (en las relaciones afectivas, por ejemplo) no suele llevar a nada bueno salvo quizá a los oportunistas, embaucadores, utilitaristas y ventajistas varios. El amar menos, por ejemplo, no vaya a ser que se “gaste” el amor o el amar en función de lo que se recibe es cuanto menos un planteamiento pueril y que desconoce los particulares flujos del amor.

 

El “depósito” de amor siempre se incrementa amando y se vacía dejando de amar, y si amáramos sólo por el resultado de una cuenta de explotación, lo único que conseguiríamos es dejar de amar e incumplir esa premisa ética kantiana que reza que el “otro” es siempre un fin en sí mismo y no un medio para el beneficio de mis propósitos.

 

Pues bien, en la cabeza de muchas personas todavía reside, con relación a la masturbación, la infantil creencia de que si me masturbo pierdo capacidad de desear, que el deseo es una especie de botella de güisqui con el tapón irrellenable del que cada vez que pego un trago me queda menos en la botella cuando, en realidad, es justo lo contrario; como sucede con el pensar, cada vez que tengo un pensamiento no pierdo capacidad de pensar sino que la incremento.

 

Masturbarse es dar alimento, “rellenar” en términos cuantitativos y cualitativos, mi capacidad deseante por lo que es absurdo el pensar que cada masturbación privada hace que pierda deseo por la interacción comunitaria. Así, ese argumento de “si te masturbas mucho dejarás de desear a otras personas” es una falacia propia de moralistas y curas varios que nos decían de niñas, no para que nuestro deseo se incrementara por los demás sino precisamente para todo lo contrario: para bloquear e impedir, con la masturbación como chivo expiatorio, el que precisamente nuestro deseo por otras personas se desplegara.

 
Decía Diógenes de Sínope, cuando se le recriminaba el masturbarse en la plaza pública, que ojalá pudiera saciar su apetito de la misma manera; que ojalá con sólo frotarse un poco el vientre desapareciera el hambre. O lo que es lo mismo; que satisfacer el deseo sexual (produciendo más deseo y aprendiendo en uno mismo la forma de mejor satisfacerlo) era particularmente sencillo con relación a otras apetencias primarias. Y eso es quizá lo único que se le podría “reprochar” a la masturbación; que es particularmente sencilla. Bendito reproche.
 
 
Su simplicidad de ejecución y la satisfacción de gozo que produce, lo único que puede hacer es que, si en caso de que el deseo por alguien en concreto decrezca (el deseo contrariamente a lo que se cree no suele, salvo casos marcados de melancolía, decrecer por “todos” sino solo por “ti”) se puede tender a optar muy lícitamente por la masturbación frente a lo farragoso que resulta para un deseo decaído el interaccionar con esa persona.

 

Y eso no es una sustitución o un remplazo sino un remedio. Creedme, aún en este caso, es mucho mejor el masturbarse regularmente que el coaccionar, esperando que el “depósito” se rellene milagrosamente, nuestro deseo evitando el masturbarnos. Mientras nos masturbamos, somos seres eróticos que potencian su imaginario erótico y que, en cualquier momento, sostiene la posibilidad de que ese deseo alimentado se recanalice hacia la persona que amamos pero involuntariamente deseamos en términos carnales un poco menos.

 

Eso se hace, en ocasiones, difícil de entender por la persona que nos acompaña y nos resulta, por la lógica de la “familiaridad”, menos deseable; “no me tocas pero te pasas el día tocándote”. Y es comprensible ese resquemor, pues le sería más fácil comprender que si “no me toca” es porque no quiere tocar nada que el que si “no me toca” es porque, queriendo tocar, prefiere no tocarme a mí.

 

Sin embargo, y como decíamos, ese planteamiento es erróneo; si en algún momento el que nos acompaña no quisiera de verdad tocar nada (cosa que sería verdaderamente preocupante), ahí sí que se acabaría cualquier posibilidad de ser “retocadas”. Y lo mismo es aplicable a la inversa, si somos nosotras las que hemos dejado de sentir un especial interés por tocar en el piano de casa pero seguimos queriendo oír y componer música.

 

Y es que el mayor estímulo para estimular el apetito es comer y si de un tiempo a esta parte preferimos un sándwich en la cocina a una sofisticada cena romántica, quizá sea una lástima, pero ni el sándwich tiene la culpa ni habrá mejor remedio que él en ese momento para no morir de inanición (y eso de morirse sí que tiene mal arreglo…).