Eso que solemos llamar el “gusto”, con relación a las preferencias que un individuo establece en distintos órdenes de su vida, es el sustento que conformarán las negociaciones y los conflictos cuando ese sujeto pretenda establecer una existencia compartida con otra persona.
Como línea general, sin muchos matices, podríamos decir que cuando dos individualidades conforman una asociación afectiva, conviene que la mayoría de los gustos sean compartidos pues eso significa que esos terrenos van a conseguir dos cuestiones importantes para la consolidación del vínculo; experiencias compartidas y gratificaciones comunes.
Si a uno le “gusta” el teatro, conviene que a los dos les satisfaga este tipo de experiencia, y lo mismo con cuestiones tan diversas como la comida japonesa, los animales, el deporte, la música, ámbitos de investigación e interés cultural o las propias preferencias eróticas.
El conjunto de los “gustos”, que no es algo estable y fijado de antemano sino algo dinámico y sometido a lo que nos depara la existencia y el aprendizaje, conforma, se alimenta y condiciona en gran medida eso que venimos en llamar genéricamente “personalidad”… Y las personalidades de dos que comparten cama y retrete deben ser afines.
En caso contrario, y pese a que hay tesis de todo tipo, la pareja en su evolución vital compartida tiende, en el transcurso del tiempo, hacia las líneas divergentes o, en el mejor de los casos, hacia las paralelas.
Del mismo modo, el que en una pareja absolutamente todos los gustos sincronicen a los dos miembros en una única línea coincidente tampoco es algo especialmente recomendable; suele reflejar que en esa asociación subyace una intensa lucha de poder en el que uno ha vencido (presuntamente, pues en la pareja uno nunca gana del todo), imponiendo en una relación de dominio sus preferencias sobre el otro.
Anular o supeditar todas las inclinaciones propias e individuales en una entidad supra individual como es la pareja no refleja nada especialmente saludable ni en el individuo que “vuelca” la decisión de los gustos en la pareja ni tampoco nada saludable en la propia pareja; lo óptimo es que, igual que nunca se puede perder la propia intimidad ni los espacios de fuga en nombre de una “causa mayor”, tampoco se pierdan del todo las propias inclinaciones, por distantes que pudieran parecerle a quien nos acompaña.
El conjunto de las preferencias eróticas que tiene una persona y la evolución, gestión o profundización en las mismas, son las que permiten estructurar su sexualidad y, si bien la personalidad sería el resultante en un momento determinado de su condición de persona, la sexualidad sería el resultante en un momento determinado de su condición de ser sexuado…
Lo cual vienen a ser dos formas de nombrar lo mismo, o dicho de otro modo; lo que mencionábamos de la personalidad de cada uno de los miembros de una pareja en relación a la personalidad es también atribuible a su sexualidad.
En consulta, solemos encontrar problemáticas de pareja derivadas de esas asimetrías en el desarrollo individual de las sexualidades propias.
A veces, son cuestiones tan “inocentes” como que a ella le gusta que le realicen cunnilingus y a su pareja no le gusta realizarlos, pero también topamos con situaciones más peliagudas como, por ejemplo, las divergencias en los niveles de deseo (uno reclama cohabitación carnal diaria y el otro tiene suficiente con una vez al mes).
Pero, si hay una situación de asimetría en las sexualidades que suele conllevar dificultades de resolución, es aquella en la que uno de los miembros tiene preferencias eróticas de las llamadas “extremas” (calificativo relativo donde los haya) y el otro no.
Esta problemática se suele presentar en consulta generalmente de dos modos distintos; uno acaba de descubrir esa inclinación en el otro (bien porque en éste se ha producido de manera sobrevenida, bien porque, teniéndola desde el principio, la ha ocultado) y no lo acepta o bien ambos comparten esas preferencias “extremas” pero, pese a eso, hay algo que está fallando en la pareja.
El primer caso suele ser el que opera de manera más traumática; el “descubridor” manifiesta extrañeza hacia su pareja, tiene la sensación de no “conocerlo” o de que ha cambiado de manera radical y cuestiona, lógicamente, sus sentimientos hacia esa persona que “ya no es la misma” (al menos, a sus ojos).
En el segundo caso, en el supuesto de que ambos comparten preferencia pero notan que su relación se deteriora, suele subyacer el síndrome entre el “devoto” y el “neo-converso”, es decir; hay uno que realmente tiene ese deseo y, de manera más o menos coercitiva, ha acabado imponiéndoselo al otro que se lo “traga” aparentemente de manera natural y gozosa pero que, en realidad, lo digiere francamente mal.
En esta situación es cuando nos encontramos siempre subyacente una lucha de poder y no una relación cooperativa y son, honestamente, las situaciones conflictivas de pareja de mayor dificultad de resolución terapéutica (más incluso que las anteriormente designadas como “traumáticas”).
Si, además, en estos casos, el sujeto que ha asumido la situación tiene pocos recursos propios (depende, por ejemplo, económicamente del dominante o su dependencia afectiva hacia él es muy grande), la cosa pinta francamente mal para la pareja.
Pese a ese panorama divergente que pudiera resultar irreconciliable, lo cierto es que la pareja tiende a tener recursos, a veces brillantes y otras veces, perversos, que hacen que con un poco de ayuda se pueda sintetizar esa desavenencia, preservando, cuando los componentes lo desean, la entidad estable de la pareja.
Si algo tienen en común todas esas posibles resoluciones satisfactorias, que son diversas y ajustables con las herramientas de las que dispone la sexología a cada asociación afectiva, es que cada miembro no se vea obligado a renunciar a su inclinación; que ni el aficionado a las eróticas “extremas” tenga que reordenar su deseo ni que el que no participa de ellas tenga que adherirse a ellas.
En eso consiste, en el plano conceptual, el disolver la lucha de poder; en establecer un acuerdo, un pacto y un consenso común (una “constitución”) que permita, no sólo su escritura sino especialmente su ejecución, el que ninguno de los miembros se sienta agraviado y que permita de alguna manera la participación cómplice de ambos.
También hay otra resolución que tanto a los terapeutas como a las propias parejas que vienen a vernos, y de las que se supone que quieren seguir sosteniendo el vínculo, nos gusta de partida muy poco pero que, en ocasiones, puede evitar males mayores; la disolución de la pareja en términos amistosos y hasta cómplices.
Y es que hay ocasiones en las que las líneas existenciales evolutivas de los sujetos no dan para más puntos de concordancia por más que lo parezca… Si fuésemos entidades ya acabadas de origen y no estructuras psíquicas dinámicas y plásticas, eso no sucedería… Sencillamente porque no seríamos humanos hasta el extremo.
Por Valerie Tasso