Una de las cosas que más nos gusta hacer, de un largo tiempo a esta parte, es el constatar algo por otra parte obvio; la cultura nos condiciona en nuestra forma de “ser”. Nuestra personalidad, nuestra sexualidad y, según algunos, hasta nuestro sexo, se forjan a golpe de condicionante represivo y, sin ese “refajo” cultural ni esa presión a la que somos sometidos desde el momento en el que ponemos los pies en el mundo, seríamos, actuaríamos y pensaríamos de manera muy distinta.
La cultura sería entonces como una especie de proveedor de máscaras que no sólo marca el guion de la “mascarada” de vivir en común sino que nos camufla, nos vela y nos permite mentir ocultando a los ojos de los demás (y hasta a nuestros propios ojos) algo así como nuestro más prístino “yo”.
Visto así, la cultura sería como una especie de modelador tiránico o de director sátrapa de la película de nuestra existencia que nos impone sus criterios, sustrayéndonos en lo radical o disminuyendo al máximo la libertad de nuestras propias elecciones.
Según esto, si a cualquiera de nosotras nos pudieran “despegar”, como la serpiente muda su piel, lo que nos ha condicionado la cultura, aparecería una especie de mariposa bella e inmaculada que ha conseguido romper la coraza de la crisálida.
Al menos eso es lo que pensaban algunos autores como Jean Jacques Rousseau (a quien, además de ser genial, no acababa de rodarle muy fina la pelota); lo que nos hace malos, perversos y mentirosos es el insufrible caparazón de la cultura, y si se nos pudiera desprender éste, triscaríamos como felices, reconocibles y reencontradas cabritas por los montes.
Lo cierto es que, sin cultura, no seríamos ni sinceras maripositas ni cabras “pal monte”, pues lo que nos encontraríamos bajo esas capas de maquillaje cultural no es que fuera ni feo ni bonito sino que simplemente no sería nada.
La cultura con todos sus evidentes traumatismos y condicionantes (que ya describiera por ejemplo Freud en su obra “El malestar de la cultura”) es precisamente lo que nos posibilita ser “algo”, y ese algo, con las mentiras pero también con la ética, con las hipocresías pero también con la empatía, es ser en cuanto humano (vil o excelente, hijo de la gran puta o santificado pero humano).
Y es cierto que consigue ese proceso de humanización no sólo de manera dolorosa y traumática sino enfrentándose en gran medida con lo “natural” (cultural es el antibiótico que elimina las “naturales” bacterias, cultural es sembrar trigo donde “naturalmente” no estaba destinado nacer y cultural es también el que no tengamos descendencia con nuestros progenitores… cosa que en la “naturaleza” nada lo impide).
Bien, pues como decíamos, el constatar que la naturaleza nos condiciona parece ser, como si recién nos hubiéramos caído del guindo, uno de nuestros mayores entretenimientos… En el ámbito de nuestras sexualidades también.
¿Qué es exactamente un “highsexual”?
Hace un tiempo (en realidad, hace muy poco pero el tiempo en nuestras sociedades de la digitalización parece que se ha vuelto loco), un usuario varón heterosexual de redes sociales indicó que cuando se ponía hasta el culo de marihuana (también valdría el alcohol), le entraban irrefrenables deseos eróticos de practicar sexo con otro hombre (felar un buen cetro y ser sodomizado, según sus concretas especificaciones).
A partir de eso y como si se hubiera vuelto a tomar la Bastilla, se forma un tumulto de dimensiones interplanetarias (que durará un ratito… ya hemos dicho que lo del tiempo ahora no vale gran cosa).
Entre la miríada de opiniones que se versan sobre tan sorprendente y trascendental constatación, además de insultos y desprecios, la mayoría se asienta en el “descubrimiento” de que lo único que le pasa al chaval hetero es que en realidad él es “gay” (“bisexual” es lo máximo que estoy dispuesto a transigir), pero está sometido a la despótica tiranía del cultural “heteropatriarcado” (término que suena hoy en día de maravilla hasta para describir un sofrito de papas).
Que en su estado “natural”, a él lo que “de verdad” le van son los hombres y que necesita de los desinhibidores como la hierba o el alcohol para desprenderse de ese insoportable fajín de la cultura que lo oprime.
Lo curioso de estas originalísimas afirmaciones (o de las contrarias que le acusan de ser “naturalmente” un perverso depravado) es que los que las sostienen no parecen darse cuenta de que vengan de la propia cultura sino de algún lugar entre la galaxia de Raticulín y el cinturón (natural) de Andrómaca.
Empanada razonable cuando todavía, hoy en día, hay más de un presunto especialista en materia del hecho sexual humano que sigue sosteniendo que “el sexo es algo natural” (afirmación absolutamente cierta si se aplica a los pulpos, pero radicalmente errónea cuando se emplea entre humanos).
Menos mal que entre el “apasionante” debate que se origina tras tan sorprende y original confesión los allí congregados dan con un nombre que categoriza la situación del muchacho; “highsexual” (que si alguien sabe por qué “highsexual” y no “paralelogramo”, pues que tenga el favor de explicármelo), de forma y manera que todos los “highsexuales” del mundo puedan agruparse y reivindicar sus derechos a su diferencia y a hacer todo lo consecuente a esa particularísima particularidad (que no sabemos muy bien si es la de colocarse como una cuba o ponerse como una moto con el vecino de enfrente).
¡Qué conocimientos más amplios tenemos en materia sexual!
Y entre estos dimes y diretes, vamos pasando el tiempo, descubriendo a cada nuevo hervor el agua caliente, y entretenidos con nuestros amplios conocimientos en materia sexual y nuestra capacidad de profundizar en las cosas de manera dialógica…
Y es que, ¿quién quiere educación sexual con lo rica y naturalmente que se está asistiendo al espectáculo?
Por VALÉRIE TASSO